Comentario
El siglo XIX español es considerado como uno de los períodos más inestables de nuestra historia. Se inicia con la catastrófica invasión francesa para, una vez solventada ésta, pasar a uno de los momentos más desventurados de la monarquía española. El reinado de Fernando VII resulta de lo más reaccionario no sólo en lo que respecta a su actuación personal sino también porque su política inmovilista pone freno en un momento en que Europa desarrolla la revolución industrial. A su vuelta, Fernando VII repone aquellas instituciones y organismos que, de manera más clara, se identificaban con el Antiguo Régimen: abole la Constitución, reinstaura la Inquisición, confirma los señoríos... La independencia de la mayoría de las colonias americanas supone para España la pérdida de este mercado y la sume en una crisis económica que obliga a ensayar una reorganización de la Hacienda pública. El objetivo consistiría en alcanzar una contribución más justa pero fracasan por la oposición que ofrecen las clases privilegiadas.
A un corto período liberal (1820-1823), sucede la restauración del absolutismo, si bien ante los problemas sucesorios y el radicalismo de los sectores absolutistas, el régimen adopta un cierto barniz reformista, consciente además de la necesidad de modernizar el país. López Ballestero, ministro de Hacienda, fracasa nuevamente en su intento de cambiar el sistema fiscal. La sucesión de Fernando VII trajo consigo una larga guerra civil entre absolutistas y liberales que, con altibajos esporádicos, se mantendrá hasta 1876 en que la Restauración logra eliminar este peligro.
El amplio reinado isabelino (1834-1868) está marcado por los vaivenes entre progresistas y conservadores. La Corona comenzó sirviendo de mediadora entre ellos pero la reina no supo estar a la altura de los acontecimientos, de modo que los pronunciamientos militares, las veleidades de la soberana y, como detonador final, la crisis económica de 1866-68, le costaron el trono.
La muerte de Fernando VII significa el fin de la sociedad estamental para pasar a una sociedad de clases de la que la burguesía es el grupo triunfante, no tanto por su abundancia como por ser la mentalidad que marca una nueva forma de vida y una manera diferente de pensar. En realidad, la burguesía como tal no es muy amplia, es un reducido grupo de grandes comerciantes, industriales, terratenientes, altos funcionarios y banqueros que por su propio interés querían un ejecutivo fuerte. Junto a ellos cierto sector de la nobleza prefiere también el mundo de las finanzas o de los negocios de envergadura. Unos y otros se oponen a lo que podríamos denominar clase media, también minoritaria y donde se aparejaban grupos tan heterogéneos como los artesanos, intelectuales, funcionarios medios y profesionales liberales, de ideología más radical. El panorama social se completaba con un pequeño proletariado, puesto que la industria estaba centrada en unos pocos núcleos (Cataluña, Vascongadas y Asturias) y la gran masa del campesinado.
En cuanto a la economía, el país experimentó un ligero progreso agrícola, progreso artificial, producto del proteccionismo adoptado, y un retroceso en la ganadería. El período isabelino significa el paso a nuevas concepciones económicas: aumentan notablemente las explotaciones mineras, aparecen los primeros bancos, se ejecuta la primera red ferroviaria... Si, en un principio, el capital español gestiona mayoritariamente todo este negocio, la crisis de los cuarenta impide la continuación del proceso iniciado, de manera que paulatinamente las empresas extranjeras serán las que exploten gran parte de los recursos. El fracaso del sexenio revolucionario (1868-1874), rico en ideas pero que, por su brevedad, no se llegaron a ejecutar, da paso a una Restauración en la que, desde unos principios conciliadores y tomando como modelo el bipartidismo, se establece un turno de partidos que, al ser ficticios y producto del manejo de una monarquía, terminan por convertirse en una oligarquía endogámica. Si la Restauración comienza con un aumento en la producción y en general con la recuperación de la economía española, la crisis de mediados de los 80 quiebra esta tendencia. Se recurre entonces como solución al proteccionismo lo que a la postre no hace sino falsear la situación económica y poner al país en desventaja con respecto a otras economías europeas.
El panorama arquitectónico del siglo XIX parte de una base mucho más compleja que en otras épocas precedentes. Hasta el momento, la andadura de la arquitectura se había producido partiendo de una concepción diacrónica, o sea, la sucesión correlativa de los lenguajes y cuando coincidieron fue sólo a causa de la pugna habitual que ocasiona la sustitución, permaneciendo al final uno solo. Ahora, la convivencia de dos o más arquetipos será normal. De hecho, desde entonces nunca más un solo modelo ha vuelto a monopolizar el gusto. Generalizando, las diferentes opciones parten de dos principios: de un lado, los que buscaron en el pasado histórico la solución ideal y a su resultado, como consecuencia, se le denominó historicismo. De otro, los que pensaron que la solución vendría dada por la conjunción de los aspectos más positivos que la arquitectura hubiera aportado a lo largo de la historia, fundiéndose en un solo lenguaje y el resultado fue el eclecticismo. Pero los dos coinciden en que al final se debe desembocar en una solución nueva que dé la alternativa al tránsito que supuso el fin de la expresión única clasicista.
España no fue una excepción en este devenir histórico pero sí presenta peculiaridades provenientes de su propia singularidad. La línea política fernandina conllevó una autoexclusión de la carrera hacia el progreso que impidió a nuestro país estar al día en el proceso industrial; la cerrazón que trajo este reinado segregó a España del resto de la Europa moderna, haciéndose ello también extensivo a la arquitectura. Podemos decir que, a grandes rasgos, el período fernandino es una etapa bastante continuista, llevada a cabo por los discípulos de Villanueva, produciéndose la ruptura con la apertura política que supone su fallecimiento.
Uno de los acontecimientos más importantes en la evolución de la arquitectura fue sin duda la creación de la Escuela de Arquitectura. Hasta ese momento, la enseñanza y la titulación habían dependido directamente de la Academia. El sistema había quedado totalmente obsoleto, la formación era endeble y a la institución sólo le interesaba la pervivencia del clasicismo, lo que significaba que no se preocuparan tanto de la formación técnica del iniciado como de comprobar si el educando tenía madurez suficiente desde el punto de vista meramente academicista; se descuidaban materias de carácter científico y no se interesaban en instruir al estudiante en las nuevas técnicas, tipologías, materiales, etc., que estaban dándose a conocer en Europa. Cuando la muerte del rey permite entrever el desfase en el que nuestro país estaba sumido ya no fue posible sostener esta situación y años después, en 1844, un Real Decreto reestructura los estudios de arquitectura. Fue la propia Academia la que comprendiendo la situación en la, que se encontraba la formación por ellos impartida solicitaron a la reina la reforma.
Se creaba la Escuela de Arquitectura que, aunque ligada todavía a la Academia mantenía una estructura y un cuadro docente propio. El plan de estudios, en sus inicios, constaba de dos partes: la primera era un preparatorio que el alumno cursaba por su cuenta y la segunda, la carrera específica. Como es lógico, se necesitó tiempo para ir enmendando los errores propios de la puesta en marcha de un nuevo sistema, sucediéndose diferentes cambios de planes. Pero podemos decir que con el de 1855, de seis años, el sistema se presentaba ya maduro; dos años después se desvincula de la Academia y por el Reglamento de 1861 se complementaban aspectos más puntuales que el Decreto del 55 no había previsto.